Juegos,
trabajos y largos veranos
Una caudalosa agüera
que bajaba desde la fuente de arriba llegaba por el callejón de la Hoyuela
hasta la calle donde vivíamos, cruzándola justo a la altura de nuestra casa.
Aprovechando esta circunstancia, solíamos construir una presa con piedras y
barro, y con todo nuestro afán infantil, para embalsar el agua hasta conseguir
que esta rebasara los bordes de la agüera y empezara a correr como un río calle
abajo, inundando inevitablemente el portal de la primera casa que encontraba a
su paso. Además, el vecino que en aquel momento tuviera el turno para regar su
huerta, se quedaba en seco y acudía corriendo cauce arriba para unir su
repertorio de tacos a los gritos de indignación de la vecina inundada. Que un
simple dique artesanal produjera tan ruidoso efecto era algo que a los niños
nos llenaba de regocijo.
En aquellos tiempos no
se oían preguntas tales como: “¿Qué hacemos con los hijos en vacaciones?”, “¿A
dónde los mandamos?”, “¿Cómo entretenemos su ocio con actividades y juegos?” En
los años 60, para las familias que tenían “casa en el pueblo”, las vacaciones
escolares no suponían en absoluto un problema. Tampoco lo eran para las que se
quedaban en la ciudad, porque los niños que no tenían “pueblo de veraneo”
utilizaban las calles de las zonas urbanas como escenarios de juegos y
aventuras, lo mismo que las playas o los ríos cercanos. Además, entonces las
vacaciones de verano eran muy largas. Nunca duraban menos de tres meses, y los
que estudiábamos bachillerato en centros públicos, a partir de los diez años
teníamos más de cuatro meses de vacaciones, porque el curso en el instituto
terminaba a mediados de mayo y comenzaba de nuevo el 2 de octubre. Aun así, no
solo no nos aburríamos jamás, sino que esos meses eran lo mejor del año.
Supongo que éramos unos maestros en el arte de aprovechar el ocio Es cierto que los padres organizaban de vez
en cuando excursiones o salidas en las que participaba toda la familia, pero
los niños, a partir de los seis o siete años, casi preferíamos que los adultos
no aparecieran en el horizonte. Y es que lo más divertido era inventar nuestros
propios juegos, que no pocas veces derivaban hacia travesuras con las que
disfrutábamos enormemente, mucho más que con las actividades que agradaban a
los adultos.
Pero, vayamos por
partes. No todo era libertad y veraneo salvaje. Las niñas que habíamos nacido
en una familia donde no hubiera servicio doméstico, teníamos que aprender y
compartir aquellas tareas que en los DNIs de nuestras
madres y abuelas se denominaban “sus labores”. Las dos o tres primeras horas de
mi jornada estival en Quecedo las pasaba yo haciendo
camas, barriendo suelos, lavando ropa en el lavadero y, ocasionalmente, yendo a
la tienda a comprar aceite, azúcar o lo que se necesitara en cada momento. La
única tarea doméstica que compartían los varones era la de acarrear agua desde
la fuente con botijos, cubos o barreños. La verdad es que a las niñas
veraneantes de entonces no se nos ocurría protestar contra el injusto reparto
de las tareas domésticas, tal vez porque nos sentíamos unas privilegiadas al
ver todo lo que trabajaban las niñas del pueblo. Además de los trabajos que
hacíamos nosotras, ellas tenían que dar de comer a los animales, ayudar en el
campo y, casi siempre, cuidar a algún hermano pequeño o vigilar la lumbre para
que no dejara de hervir la olla mientras sus madres trabajaban en las fincas.
De hecho, rara vez podían alejarse de su casa, por lo que mis compañeros de
juegos eran casi siempre chicos. Las chicas ─Amali,
Tere, Angelines─ estaban tan ocupadas que nunca podían hacer una escapada
para subir a las Piñuelas, una cresta rocosa que era escenario de muchas de
nuestras aventuras, o ir a las eras de la Revilla, donde improvisábamos una
pista de tenis en la que intentábamos emular
a Manolo Santana. Los chicos del pueblo también trabajaban en el campo,
pero se libraban de las tareas domésticas y, entre una cosa y otra, tenían
algunos ratos para jugar. También hay que decir que la época del veraneo
coincidía con la de más trabajo en el campo, y el contraste entre la forma de
vida de los veraneantes y la de los campesinos era muy grande. Porque, aunque
muchos veraneantes participaban en las tareas agrícolas, lo hacían solo como
una ayuda ocasional a sus familiares del pueblo o por simple afición. Y a sus
niños nunca les obligaban a realizar esos trabajos, es más, a veces agarrábamos
rabietas porque no nos permitían cavar con la azada, ni segar con una hoz, y
estas herramientas eran para nosotros unos “juguetes” prohibidos muy apetecibles.
Otra buena
confrontación era la que yo solía tener con mi abuela Juana todos los años a
cuenta de la vainica. Sí, porque cuando llegaba a Quecedo
con mis abuelos, a finales de mayo, y estaba sola con ellos hasta que mis
padres llegaban en julio, la rutina de mi abuela por las tardes consistía en
acudir a novenas y rosarios en la ermita, o a las reuniones que tenían lugar en
el mirador de doña Anastasia. Allí la abuela participaba, junto con otras
señoras del pueblo, en unas sesiones de costura y bordado donde se suponía que
yo debía aprender el arte de manejar la aguja para algún día, cuando fuera
mayor, ser capaz de hacerme el ajuar. Todo esto empezaba cada año con un
cuadrado de tela de batista a la que se le sacaban los hilos para luego bordar
vainicas. Como no me iba nada lo de pasar el tiempo entre costuras, rosarios y
lecturas piadosas, yo les tenía dicho a mis queridos amigos y vecinos, Amador y
Mesines, que me dieran una voz desde la calle cuando,
a primera hora de la tarde, salían con su ganado para llevarlo a pastar, porque
hasta julio no empezaba a funcionar la berea. “¿Te
vienes a pacer las vacas?” Yo agarraba la merienda y bajaba corriendo, antes de
que la abuela pudiera explicarme lo que opinaba sobre el asunto. Cuando la fuga
tenía éxito, la tarde estaba salvada. Era una gozada caminar pastoreando las
vacas hasta Santillán, coger cangrejos en las pozas de Fuente Clara y luego,
junto a la Roca del Eco, tirarnos desde arriba por unos largos toboganes de gravilla
a los que llamábamos los “esmurriaderos”. Nadie se “esmurriaba”, pero la ropa acababa bastante deteriorada y, a
cambio de no hacer tantas vainicas, tuve que aprender a remendar desgarrones y
coser dobladillos sueltos.
Aquella época de la
infancia, llena de juegos y también de trabajos que a veces incluso resultaban
lúdicos, es un auténtico tesoro que guardo en la memoria. Sin embargo, también
recuerdo cómo Quecedo se convirtió para mí en un
lugar triste cuando la gente de mi edad empezó a emigrar a las ciudades con el
fin de ponerse a trabajar, cosa que la mayoría hacía tras cumplir los catorce
años. En junio y julio ya no había amigos con los que compartir la
adolescencia, y yo empecé entonces a dar largos paseos solitarios por el campo,
y fui consciente, por primera vez en mi vida, de que una etapa había terminado.
Pero el cofre del tesoro sigue estando en el payo y, de vez en cuando, lo abro
y contemplo unas cuantas joyas. Son modestas, pero conservan un cierto brillo,
el brillo de la risa infantil, la música del pasado.
Mertxe García Garmilla